Pablo Rojas Bahamonde,
Académico Escuela de Arqueología,
Universidad Austral de Chile Sede Puerto Montt
“Violencia” es una palabra reiterada en el contexto de las históricas manifestaciones. Una de su particularidad es que ‘marca’ a personas o grupos a quienes se vincula: se usa como justificación para contenerlos y como acusación para desacreditar sus ideas o sus demandas. Atender a una definición y sus alcances es relevante.
“La violencia es el uso intencional de la fuerza física, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte”, indica la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por lo menos, tres dimensiones admite la definición. Primero, quizá obvio, permite identificar a víctimas y victimarios bajo ciertos criterios. Segundo, constata que nociones amplias -por ejemplo, violencia “estructural” o “simbólica”- pueden contribuir a equiparar acciones situadas en niveles distintos: evasiones en el metro y mutilaciones oculares por balines, corte de ruta por barricadas y tortura sexual, la toma de un establecimiento educacional y el homicidio. Tercero, al precisar a victimarios y sus formas operar, propicia indagar motivos. Ello puede nutrir una reflexión permanente destinada a que “el uso intencional de la fuerza física” jamás sustituya el quehacer político, sobre todo en momentos en donde debe efectuarse con especial prolijidad y diligencia. Ni tampoco la búsqueda de responsabilidades en consideración a la justicia y la reparación de las víctimas en el nuevo Chile.