La crisis de salud mental que enfrenta la comunidad educativa ha alcanzado tal magnitud que el propio Ministerio de Educación ha instalado una mesa de trabajo para abordarla. Es un paso necesario.
La pandemia convirtió la brecha digital en una fuente de angustia no anticipada. Miles de jóvenes se enfrentaron a la falta de conectividad para asistir a clases y hacer sus tareas. Sus profesores debieron desarrollar un método de trabajo completamente nuevo y en condiciones mayoritariamente inadecuadas. Todo sumado a la ansiedad por el encierro, el quiebre de la cotidianeidad, el temor a la enfermedad y contextos familiares.
El impacto en la educación superior ha sido enorme. Somos testigos del aumento en la deserción universitaria, con cientos de estudiantes retirándose o congelando sus estudios, esgrimiendo –principalmente– motivos económicos, y cada vez más, de salud mental. La ansiedad, la depresión y los problemas del sueño han sido algunos de los diagnósticos médicos más comunes, junto a graves problemas en sociabilización y capacidad de aprendizaje.
El desafío es enorme. Por un lado, aprovechar y multiplicar las oportunidades de esta digitalización acelerada, pero al mismo tiempo, y en el caso de la educación superior, proteger el núcleo de la “vida universitaria” con la vuelta a la presencialidad, aquella que permite el desarrollo integral de la autonomía de los jóvenes.
Todos quienes tenemos responsabilidades en la educación chilena, debemos aunar esfuerzos para enfrentar esta realidad, y velar por el futuro de generaciones completas, dando las herramientas necesarias a todos los estudiantes que hoy se forman en las distintas casas de estudios, para aliviar, proteger y prevenir las alteraciones de salud mental que viven algunos alumnos.