Por Liliana Cortés, directora de Fundación Súmate
Esta semana, el ministro Marco Antonio Ávila sorprendió a todos al entregar una cifra que nos había sido esquiva: hoy en Chile 227 mil niños, niñas y jóvenes están fuera del sistema escolar.
Antes de la pandemia, el número superaba los 186 excluidos; en 2021, supimos que la pandemia había impedido a otros 40 mil volver a clases. Y ahora sabemos que en 2022, 50 mil no regresaron.
Hay un quinto más de adolescentes pateando piedras en las esquinas de las poblaciones más vulnerables, cuidando a sus hermanos o abuelos, trabajando de manera informal y precaria, o atrapados por las nefastas redes del narco o de la delincuencia común que en 2019.
Fundación Súmate trabaja por disminuir ese número, pero no es fácil. Está la dificultad de reencantar a estudiantes en su mayoría en situación de pobreza que han sido apartados por un sistema educativo rígido que no tolera las diferencias y los problemas de todo tipo que esta población enfrenta.
El Estado cuenta con dos dispositivos que se hacen cargo de estos niños y niñas: la EPJA (Educación para Jóvenes y adultos), dirigida a jóvenes y adultos que desean iniciar o completar estudios. Su diseño técnico se orienta a los mayores de 18 años y excepcionalmente de los de 15 en adelante. Es decir, su foco son adultos y está mucho más dedicada a la inserción laboral que a la continuación de estudios, pese a que el 60 por ciento de quienes la usan tienen entre 12 y 21 años. Y los fondos de reinserción y las aulas de reingreso, que a diferencia de la EPJA, focalizan la atención en la población de entre 10 y 21 años. Acá el financiamiento se otorga a instituciones de la sociedad civil y/o establecimientos educativos que hacen un trabajo integral de reparación y recuperación de las trayectorias educativas de los excluidos.
Nosotros somos parte de esta segunda modalidad y, año a año, padecemos el calvario de conseguir financiamiento, ya que éste se ve sometido a las necesidades y criterios políticos del momento, sin pensar que un trabajo reparatorio tan delicado e importante requiere estabilidad económica para funcionar.
Aunque parece evidente que el costo por estudiante de reingreso debiera ser más alto que el promedio de la educación regular, el Estado aporta sólo 75 mil pesos por alumno. Para saldar la diferencia, los últimos años hemos contado con un aporte promedio adicional de 64 mil pesos mensuales por alumno atendido de Fundación Huneeus. Ambas cifras están por debajo de los 100 mil pesos mensuales de copago promedio que una familia aporta a la educación de sus hijos en la educación particular subvencionada. Y están muy por debajo de lo que el Estudio de Modelo de Reingreso 2019 plantea: el gasto 500 mil pesos mensuales por niño, niña o joven que busca recuperar sus estudios truncos y está rezagado y desescolarizado.
Es paradojal que los más vulnerables y excluidos del sistema escolar sean los que menos recursos reciben del Estado cuando quieren volver a estudiar. Para hacerles justicia y avanzar con urgencia y eficiencia en políticas de revinculación y reingreso, se requiere terminar con presupuestos mezquinos e inestables y con una política de reingreso ad hoc y permanente.