Ricardo Greene
Académico carrera de Arquitectura
Universidad San Sebastián Sede De la Patagonia
La noción de que el campo es una reliquia del pasado, un espacio primitivo y tradicional estancado en el tiempo, es una visión que se construye desde prejuicios urbanos. Tanto en el imaginario popular, la innovación y el cambio están reservados para las ciudades, con sus start-ups, centros de investigación e industrias tecnológicas. Este enfoque, sin embargo, invisibiliza la enorme capacidad de reinvención y transformación de los entornos cotidianos que ha existido y sigue existiendo en los rincones rurales de nuestro país y del mundo.
El campo es un laboratorio constante de adaptación y creatividad. Allí, lo que en ciertos contextos urbanos sería rápidamente descartado como basura, adquiere nuevas vidas y propósitos, y es posible dar con soluciones como un biofiltro para aguas grises montado con un tambor, un saco de gravilla y mangas de PVC; un refrigerador descompuesto que se utiliza como despensa para proteger los alimentos de ratones; o piezas de autos y tractores que se reensamblan para crear nuevos sistemas de regadío.
Más aún, en el campo, cuando algo ya no tiene arreglo, tampoco se descarta sino que vuelve a su condición de materia prima a la espera de una futura forma y función. Como me dijo don Eugenio mientras mostraba un auto a pilas: “Ya veré si tiene arreglo, pero si no tiene arreglo, tiene cobre, aluminio”. Esta capacidad de reutilización y resignificación no solo refleja una mentalidad práctica, sino también una forma de innovación profundamente ligada al entorno y a las necesidades inmediatas.
Es probable que la «innovación silenciosa» del campo desafíe nuestra noción de modernidad y progreso, porque no sigue los patrones de la industria, la necesidad de patentar o de escalar, ni busca impresionar a inversionistas sino ingeniárselas y contribuir al bien de las comunidades. Surge de la necesidad y de la observación profunda del entorno, en contextos donde la escasez no es una limitación sino una oportunidad. Mientras en las ciudades se compra la última tecnología para resolver problemas, en el campo se exploran soluciones que requieren creatividad antes que gasto, y que luego circulan libremente por fuera de las restricciones del mercado.
Pero más importante aún, esta relación con los objetos refleja una ética que, en tiempos de crisis climática, parece más urgente que nunca. La reutilización, reparación, mantención y resignificación constituyen prácticas ecológicas de bajo impacto, y nos enseñan que la innovación no es solo cuestión de tecnología o de infraestructuras sofisticadas, sino también la habilidad de adaptar, transformar y sacar provecho a lo que tenemos a nuestro alcance. Las soluciones creativas de zonas rurales son muestra de una innovación humana que, si bien no llena titulares, tiene la capacidad de reimaginar el mundo a partir de lo que otros llamarían “deshecho”.