Carlos Haefner, Instituto de Gestión e Industria, Universidad Austral de Chile
Estos días me he sentido particularmente ansioso por lo del 25 de octubre. No es porque no tenga claro cómo voy a votar, sino por toda la carga simbólica que representa ese hecho para mí. He esperado 40 años volver a encontrarme de frente con aquel texto constitucional que rechace en aquellos tiempos aciagos, en los cuales transcurrieron mi adolescencia y parte importante de mi vida universitaria. Pensé que terminaría mis días sin poder visualizar – al menos – la posibilidad de volver a decidir si quiero que esas líneas que nacieron bajo un sistema sin legitimidad democrática siguieran tutelando la vida de los chilenos.
Muchos argumentos se esgrimen hoy a favor y en contra de la constitución del 80 (nunca dejo de serla, aunque la hayan parchado y re –firmado en democracia), todos ellos son argumentos que derrochan racionalidad, sesudos análisis técnicos, artificios de leguleyos y temores de grupos interesados.
Por mi lado, solo he asumido que junto a mi lápiz azul iremos a refrendar una posición personal, una postura que creo es esencialmente ética, porque tiene que ver con mi visión particular de sociedad. Savater por ahí decía que este no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor.
En aquel plebiscito del 80 en el marco de un estado de emergencia, sin garantías democráticas, ausencia de un sistema electoral, sin libertad, sin partidos políticos, ni contrapeso comunicacional el resultado era evidente. Pero un 30 % de los votantes no le tuvo temor a la libertad e hizo esfuerzos por comprender lo que significaba aprobar un plebiscito que no era válido como enfáticamente señalo el ex presidente Eduardo Frei en el Teatro Caupolicán.
Recuerdo como en las noches a escondidas, pequeños grupos de estudiantes de diversas carreras en nuestra universidad nos reuníamos para escuchar a otros estudiantes de la Escuela de derecho que con paciencia infinita nos explicaban los fundamentos y alcances de dicho texto en nuestras vidas futuras y en la sociedad chilena. Como no recordar que muchos de ellos iban luego a replicar dichos análisis en las comunidades de las parroquias de barrios, en organizaciones sociales de base y, por cierto, discutir esto en el seno de nuestras familias que preferían muchas veces hacer oídos sordos para verse involucrados en cuestiones sediciosas.
Por ello, si me apuran con argumentos que hoy exhiben los “expertos”, podría quizá balbucear algunos que suenen convincente para el auditorio. Pero 40 años después solo sé que tengo una cita con mi propia historia, con mis amigos de antaño y con mis convicciones democráticas, las que siempre se han fundado en el principio de que la paz es el camino, como alguna vez lo dijera M. Gandhi.