Guillermo Tobar Loyola
Académico Instituto de Filosofía.
Universidad San Sebastián, sede De la Patagonia.
No hace mucho la OMS clasificó la vejez como una enfermedad. Distintas sociedades médicas y profesionales dedicados al estudio y cuidado del envejecimiento hicieron presente su preocupación, su malestar y su rechazo. Por supuesto que difícilmente se podrá estar de acuerdo con la OMS cuando se ve a un anciano caminando por la calle, leyendo el diario o manejando un automóvil. A nadie se le ocurre creer que, por el solo hecho de mostrar arrugas pronunciadas, cabello encanecido o un caminar cansino se está frente a un enfermo.
Si atendemos una definición de enfermedad como “alteración leve o grave del funcionamiento normal de un organismo”, nos damos cuenta de que la vejez en ningún caso es una alteración a la condición humana. Si algo revela la edad de una persona es la etapa de su vida en la que se encuentra. Cada período evolutivo de estas etapas posee una particularidad concreta y una genialidad intransferible. Así, la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez son fases de una misma vida ordenada al desarrollo y plenitud en hombres y mujeres.
Cuando preguntamos la edad a un niño, un joven o un adulto, no le preguntamos por su enfermedad, solo averiguamos en qué etapa de la vida está. De tal manera que en ningún caso un cúmulo de años o un trastabille en el andar son una alteración patológica de nuestro organismo, por el contrario, estamos frente a una transformación natural y esperada de la condición humana.
Me parece del todo necesario que la sociedad en su conjunto tenga entre sus prioridades la tarea de mostrar a niños, jóvenes y adultos el valor depositado en una arruga o en una cana. Ambas señales acompañan la vejez, pero, en ningún caso la definen como tal. Existencialmente hablando son solo un pálido retrato de lo que realmente significa ser mayor. El paso del tiempo nos hace acumular años inevitablemente, pero alcanzando la vejez éstos se convierten en experiencia de vida que ninguna institución puede certificar.
Es la naturaleza misma la encargada de legitimar la etapa de la vejez en cuanto nadie puede alterar los ciclos de la vida humana para conseguir súbitamente, lo que se alcanza a lo largo de una existencia vivida minuto a minuto. Siendo viejo puedes parecer más joven, es lo deseable por muchos, pero si así fuera no por eso se perdería la experiencia y lo que normalmente la acompaña, la sabiduría. Lo que no se puede hacer es torcer el brazo a la naturaleza, mostrarse más viejo para alcanzar experiencia o algo de sabiduría. Una vez más, la práctica nos enseña que nadie da lo que no tiene y para tenerlo hay que ganarlo. En este sentido la vejez tiene como característica excepcional haber adquirido pergaminos suficientes como para mirar la vida sentada en la madurez de sus vivencias.
La educación y las políticas públicas deben contribuir a una mirada de la vejez digna de aprecio y consideración. Por el contrario, se debe rechazar cualquier forma de condena que atente contra la etapa de la vida hacia la que natural e inevitablemente no solo caminamos, sino también hacia la que aspiramos llegar lejos de la enfermedad.